Al Ajbar, 04/04/2014

 

En el transcurso de las negociaciones nucleares, el destino de Saddam Husein se vislumbraba ante los negociadores iraníes. La principal preocupación iraní no era regatear sobre las condiciones técnicas (cuyas líneas generales ya se conocían desde hacía meses), ni el mayor o menor uso de centrifugadoras en las centrales, sino garantizar la creación de un mecanismo claro para levantar las sanciones, y que Irán no se adentrase en un túnel interminable de chantajes como le ocurrió a Iraq, donde las sanciones no se levantaron, las inspecciones fueron insuficientes y las condiciones interminables. A principios de los noventa, Tareq Aziz decía que la situación de Iraq, inmerso en la trampa de las interminables sanciones internacionales, se asemejaba a la de un condenado a cadena perpetua al que el carcelero le decía que tenía que portarse bien, aunque seguiría en la cárcel hiciera lo que hiciera.

 

Las condiciones para el levantamiento de las sanciones y el momento en el que se producía eran un tema más delicado que el de las centrifugadoras nucleares y el destino de las centrales de Fordo y Arak. E Irán logró que la ONU, EE. UU. y Europa se comprometieran a levantar las sanciones vinculadas a su programa nuclear de un solo golpe cuando se comenzara a aplicar el acuerdo. Para Irán, el fin último de este acuerdo no es político sino económico y los análisis que sostienen que la firma llevará a una normalización de relaciones entre Teherán y Washington, a un acuerdo sobre cuestiones regionales, a una «nueva era» en la relación bilateral, carecen de base. El acuerdo se limita al expediente nuclear iraní y las sanciones estadounidenses que fueron impuestas durante el mandado de Clinton se mantendrán y el comercio entre ambos países será interrumpido aunque al menos Irán podrá tratar con el resto de países del mundo, vender petróleo, atraer inversiones y emplear el dólar y los medios de transacción internacionales.

 

Pero nada es gratis en esta vida. Tras anunciar el acuerdo, Washington y Teherán se dedicarán a defenderlo y promocionarlo a nivel interno y lo venderán como «un buen acuerdo» que les beneficia. En 2005, la máxima demanda de Irán era que se le permitiera tener tres mil centrifugadoras nucleares y la administración de Bush se negó a que incluso poseyera una; ahora Irán ha conseguido el doble de centrifugadoras además del derecho a gestionar el control de todo el proceso de enriquecimiento de uranio.

 

No obstante el acuerdo no permite que Irán tenga capacidad suficiente de uranio enriquecido para fabricar una bomba nuclear en un año, lo que exige restricciones reales al volumen del programa de enriquecimiento de uranio y a la cantidad de combustible de uranio que Irán puede acumular. Irán no ha perdido su importante potencial tecnológico e investigador pero su programa de enriquecimiento ha estado congelado durante quince años lo que ha provocado el abandono de otras actividades nucleares como los reactores de agua pesada presurizada y la producción de plutonio (incluso la investigación teórica acerca del uso del combustible nuclear gastado estará prohibida según el acuerdo).

 

Los medios de comunicación cercanos a Irán han explicado, por ejemplo, que se volverá a planificar y desarrollar el reactor de Arak y dicho desarrollo, como estipula el acuerdo, significa que la central de Arak será equipada con un reactor de investigación de poca potencia mientras que el núcleo del reactor actual, que permite producir grandes cantidades de plutonio, será destruido o sacado del país.

 

El día de hoy es un día triste para los científicos y el personal del programa nuclear iraní, y este es un hecho que no se puede ocultar o mitigar. En los últimos años han hecho una carrera con el tiempo y las circunstancias y han asumido riesgos para poder elaborar ese programa para su país y conducirlo a una situación de no retorno. Ahora estarán obligados a frenar sus proyectos y ambiciones y deberán someterse a un estricto control internacional.

 

Israel, Arabia Saudí y otros aliados de EE. UU. en la región han protestado contra el acuerdo argumentado que el peligro de Irán no radica en su programa nuclear, sino en su política y en sus planes para la región. Y para ellos las sanciones nucleares fueron la vía para impedir que Irán tratara libremente con el mundo, se desarrollara a nivel económico y se expandiera a nivel político. Realmente Tel Aviv y Riad no temían un bombardeo nuclear iraní sino que los propios iraníes ambicionaran tener la bomba, y por ello, desde el punto de vista de Netanyahu, a EE. UU. le vendían «aire» a cambio de liberalización económica, de tener mano libre en la arena internacional y de que Irán dejara de ser un Estado sometido a las sanciones del Consejo de Seguridad.

 

Sin embargo toda esta lógica solo es sostenible en el caso de que no haya una escalada o una confrontación entre EE. UU. e Irán en la próxima década. Y entonces el acuerdo sí que será un logro total de Irán. Pero si las tensiones entre ambos países aumentan en los años próximos, los cálculos de EE. UU. serán completamente diferentes a los de hoy teniendo en cuenta que ya no habrá reservas de toneladas de uranio (origen de la verdadera inquietud), ni reactores para producir plutonio. El sistema de control e inspección que se aplicará garantiza a Washington que no habrá «sorpresas nucleares» que Irán mantendrá ocultas, ni un programa secreto paralelo.

 

Las advertencias estadounidenses de una escalada contra Irán o de un ataque a Irán estarán a un nivel diferente del actual ya que el potencial nuclear es un obstáculo no menos disuasorio que el de la posesión de armas, tema del que se ha deshecho Teherán al menos parcialmente. Los próximos años se erigirán en juez de la importancia del acuerdo, que puede resultar ser un sacrificio necesario a cambio de un logro más general de Irán. Pero el coste del acuerdo también es real en un sentido estratégico y militar. Ha llegado el momento de que los signatarios del acuerdo se arrepientan de sus actos y sientan nostalgia de los días en los que se imponían sanciones.

 

Traducido por María Isabel Escribano dentro del programa de colaboración con la Universidad de Granada.

 

 

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