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Desde el comunicado de las Fuerzas Armadas del 3 de julio y la retirada de Mursi de la presidencia los acontecimientos se han precipitado hasta los violentos enfrentamientos de esta madrugada entre el Ejército y los partidarios del expresidente islamista frente a la sede de la Guardia Republicana.  A lo largo de estos días dos temas han acaparado la opinión pública no solo egipcia sino también árabe e internacional: ¿En Egipto ha habido un golpe de Estado o se trata de una segunda revolución? ¿Cuál es la hoja de ruta que están siguiendo las fuerzas políticas, quiénes participan en las negociaciones y con qué intereses? 

A continuación publicamos dos artículos que intentan arrojar luz sobre estas cuestiones.

Lo de Egipto es un golpe de Estado desde el punto de vista democrático y liberal y sus repercusiones serán funestas

Jáled al Harub

Al Ayam (Palestina), 08/06/2013

Para empezar debemos decir que la creación del movimiento Tamarrud por parte de los jóvenes egipcios ha sido sorprendente según todos los parámetros. A través de los millones de personas que lograron movilizar en un tiempo récord han introducido una nueva herramienta en la acción popular. También demuestra que el sector popular de las sociedades árabes es un gran almacén de ideas, movilizaciones y creación. El movimiento Tamarrud se ha convertido en casi una teoría que quieren adoptar otros jóvenes árabes de Marruecos a Túnez y Palestina.

Tampoco podemos dejar de decir que el gobierno de los Hermanos Musulmanes fue de fracaso en fracaso dando combustible de continuo a la oposición popular y juvenil para completar su gran proyecto de protestas. Ese fracaso en el camino sirve a la trayectoria de la democracia no solo en Egipto sino también en todo el mundo árabe al limitar las corrientes políticas islamistas, democratizarlas y empujarlas a posiciones más realistas. Pero la intervención del Ejército mete esa trayectoria en un túnel desconocido y hace que el proceso de democratización del mundo árabe pierda una oportunidad histórica que, en el mejor de los casos, se pueda ver obstaculizado y ralentizado.

La democracia árabe se enfrentaba y sigue enfrentándose a dos grandes obstáculos que son los regímenes autoritarios y el islamismo político. El gran logro de la Primavera Árabe fue acabar con el primer obstáculo en varios países (…) El segundo obstáculo, el islamismo político, solo se podía superar o racionalizar democráticamente a través de la propia democracia, a excepción de los casos en los que los islamistas gobiernan con herramientas tiránicas como en el caso de Sudán donde llegaron al poder a través de un golpe militar (…)

En el mundo contemporáneo ningún movimiento islamista logrará gobernar con éxito ningún país porque la complejidad de la administración, la sociedad, la economía y las relaciones internacionales no pueden tolerar la presencia de un sistema religioso en la cima del poder (…)

En Egipto, el mecanismo democrático más importante para intentar cambiar o derrocar a un presidente electo era las elecciones (…) La demanda de elecciones anticipadas del movimiento Tamarrud era legítima y democrática y se podía haber seguido ejerciendo presión sobre el presidente Mursi y los Hermanos Musulmanes hasta esas elecciones. No era necesario precipitarse con una intervención del Ejército que ha acabado con la práctica de la democracia. Todos los argumentos que usan los defensores de la intervención militar son buenos pero insuficientes para justificar la intervención. Decir que el Ejército intervino para aplicar la voluntad del pueblo o la legitimidad de la calle y de los millones de personas que salieron a manifestarse contra Mursi nos lleva a un callejón sin salida. Recurrir a la «legitimidad de la calle» en lugar de a la legitimidad electoral enfrenta a las dos legitimidades. La esencia del proceso democrático está precisamente en la regulación de la legitimidad de la calle en el marco de la legitimidad electoral (…)

Es cierto que la popularidad del presidente Mursi había tocado fondo; puede que la mayoría de los egipcios desearan su caída, pero eso es lo normal en la mayoría de las democracias. Cualquier presidente pierde gran parte de su popularidad tras ser elegido. En Francia la popularidad del presidente Hollande ha caído hasta el 24%, menos de una cuarta parte de la población francesa, y hay manifestaciones casi diarias contra él. ¿Justifica eso que se le derroque o la intervención del Ejército francés para quitarle del poder? (…)

Aunque intentemos negar la similitud entre lo que pasó en Egipto y lo que ocurrió en Argelia a principios de los años noventa del siglo pasado, cuando el Ejército intervino para cerrarles el paso a los islamistas, es evidente que hay un parecido esencial e inevitable. Todos sabemos que la intervención del Ejército argelino arrastró al país a una devastadora guerra civil que provocó cientos de miles de víctimas argelinas en más de una década. ¿Quién garantiza ahora que las furiosas juventudes islamistas no recurran a la violencia o que segmentos de los Hermanos Musulmanes no respondan al llamamiento de Al Dauahiri, que se está frotando las manos de alegría porque por fin tiene el «frente de Egipto» abierto ante él?

Lucha por la hoja de ruta de la revolución

Mustafa al Labad (presidente de Al Sharq Centre for Regional and Strategic Studies)

Al Safir (Líbano), 08/07/2013

Egipto se encuentra en una importante encrucijada que trazará el camino por el que avanzará tras la caída del gobierno de los Hermanos Musulmanes.

Las fuerzas del antiguo régimen quieren vaciar la revolución de su contenido político, económico y social imponiendo sus prioridades a la etapa de transición. La demanda de la vuelta de la seguridad a la calle egipcia después de un descontrol de dos años y medio se ha vuelto un argumento para imponer el principio de «que Dios perdone lo que ha sucedido» y que se cierren los ojos ante los crímenes cometidos contra los manifestantes y revolucionarios y la sangre de los mártires. Las fuerzas del antiguo régimen también quieren dar un rodeo a la demanda de la justicia social, una demanda fundamental de las dos mareas de la revolución egipcia, priorizando la caída de antiguos casos de corrupción económica bajo el lema de la «reconciliación con los empresarios que se dieron a la fuga», una demanda en la que se esmeró y a la que fue fiel el gobierno de Mohamed Mursi. Las fuerzas del antiguo régimen quieren además restaurar el régimen político para que vuelva a su primer estadio, a sus primeros equilibrios, a través de una hoja de ruta que consolide su agenda y prioridades y que acabe con la inhabilitación política de los símbolos del régimen de Mubarak.

La corriente salafista, representada por el partido Al Nur, quiere que se mantenga la Constitución de los Hermanos Musulmanes y rechazan que se cambie por otra, aunque aceptan que se modifique siempre y cuando no se toquen los artículos que tienen que ver con la identidad del Estado islámico. El hecho de que los salafistas hayan aceptado participar en el proceso de transición como representantes de la corriente islamista y como tapadera política para derrocar al régimen es un riesgo y una oportunidad al mismo tiempo. Es una oportunidad para que los salafistas hereden la influencia de los Hermanos Musulmanes en el Estado y consoliden logros de la corriente islamista que les permitan heredar también la influencia de aquellos en la calle. Pero también es un riesgo estigmatizado por la traición a los intereses de la corriente islamista. Los salafistas hacen frente a todo esto mostrándose severos en el trazado de la nueva hoja de ruta para cazar oportunidades y responder a quienes les echan en cara su participación que su presencia en la transición impedirá a las corrientes civiles y laicas acabar con los logros de la corriente islamista. Dicho de otra manera, el deseo del Ejército y de las fuerzas revolucionaras de que los islamistas estén representados en la transición da al partido Al Nur un derecho a veto como el que estamos viendo en estos momentos decisivos para obligar al resto de las partes a que cambien sus hojas de ruta, y por consiguiente sus objetivos impidiendo así que se logren los objetivos de la revolución. Por descontado las prioridades de Al Nur no contemplan la justicia social, ni la justicia transitoria ni la soberanía nacional, ni respetan el himno nacional por considerar que no es islámico.

La institución militar egipcia, como parte efectiva y socio verdadero en la segunda oleada de la revolución egipcia, se encuentra ante grandes retos tanto internos como regionales e internacionales. Está sometida a fuertes presiones de los restos del antiguo régimen, de los salafistas y de los representantes de la revolución en esta etapa de transición para que se trace la hoja de ruta por su importancia para depurar los equilibrios del próximo régimen. Esta institución tiene intereses en el Estado y una visión de la gestión de la lucha, pero aprendió la lección del fracaso del Consejo Militar desde la caída de Mubarak hasta la elección de Mohamed Mursi y no gestionará la etapa de transición actual que ha dejado en manos de las fuerzas civiles. No obstante, las diferencias entre las fuerzas revolucionarias, los restos del antiguo régimen y los salafistas obligarán al Ejército a adoptar la posición de árbitro entre esos tres bandos.

 

 

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