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Yamal al Kashogui

Al Hayat, 29/08/2015

Los iraquíes le han devuelto el prestigio al espíritu de la Primavera Árabe después de que esta se marchitara bajo los escombros y los cadáveres de las víctimas de los barriles explosivos de Bashar al Asad e Irán, en medio del odio del Daesh, de su sectarismo repugnante, de su Estado loco que despierta los temores de todo árabe y musulmán que desee una alternativa mejor, el espíritu de una primavera que se perdió en los desfiladeros de la guerra contra los Hermanos Musulmanes uno de los cuales decidió que ellos eran la Primavera Árabe y les dio lo que no les pertenecía.

La Primavera Árabe, para quienes están perdidos tras cuatro años de vacas flacas, para quienes han sido incapaces de entenderla hasta la fecha pese a sus titulares tan claros, es el «derecho a una vida digna» y así lo han manifestado los iraquíes a las claras, los mismos que se alinearon con el sectarismo un día, los mismos hombres y mujeres que dieron su voto al expresidente Maliki y a su coalición, el Estado de Derecho, que soportaron durante una década su corrupción y la falta de servicios en un país rico, y con el que se alinearon unos chiíes que temían y odiaban a sus hermanos suníes. Pero todos ellos se han hartado. El alineamiento sectario instintivo ya no les llena, tampoco las pesadillas que se inventó Maliki o el líder político de turno que intentaba convencerles de que no se rebelasen contra la corrupción, la injusticia y la falta de servicios. Por esas razones se levantaron los tunecinos, los egipcios, los yemeníes, los sirios y los libios hace cinco años, cuando los chiíes o los suníes, los liberales o «nuestros hermanos» no andaban en el debate «Estado civil o Estado religioso» sino que pedían una vida digna, un buen puesto de trabajo, un barrio limpio, electricidad, enseñanza, sanidad, un gobierno al que le pudieran exigir cuentas y que les representara, un líder que fuera humilde con ellos porque son ellos quienes le colocan en su puesto, sin milicias que le protejan ni un Ejército y una Justicia que le permitiera cometer fraude en las elecciones.

Pero lamentablemente nada de eso sucedió. Triunfaron las contrarrevoluciones, las cosas se desviaron y por eso están indignados. Al vecino de Bagdad o Basora ya no le queda paciencia para acabar con el peligro del Daesh. El miedo a que la guerra siria se traslade a Líbano ha dejado de convencer al libanés que ya no se calla ante la ausencia del Estado y sale a la calle indignado. Han dejado de creer en todos los políticos, en el poder y la oposición, en los liberales y los religiosos. ¿Será la próxima ola de la Primavera Árabe una ola de indignación que acabe con todos?

Los pueblos soportaron la dictadura durante mucho tiempo por miedo, y se resbalaron en el camino del odio y en la barricada sectaria, política o de clase, dispuestos a creerse las promesas del «líder» durante un tiempo, pero después, cuando solo Dios sabe, explotan por una razón u otra que los analistas políticos o los jefes de los aparatos de inteligencias más importantes desconocen. Y no pueden avisar al líder, pues si le avisan puede que haya a su lado quien le diga que solo son exageraciones de la propaganda de enemigos infiltrados o una conspiración exterior pero que el pueblo cree en él y en su sabiduría.

Los pueblos no van a aguantar la pobreza, el hambre, los cortes de electricidad, el olor a basura amontonada, la demora en los salarios, el desempleo o la carestía mientras ven cómo políticos, oficiales del Ejército y hombres del poder y de los partidos políticos, partidarios y opositores, retozan en la comodidad, en empleos, restaurantes, veladas y combates televisivos. En un momento histórico al que nadie puede poner fecha, se destaparán ante ellos las falsedades de la dictadura, entenderán que han sido víctimas de una gran mentira que es la alineación «sectaria» o «política» en nombre de la confesión o incluso de la patria. La dictadura es mala como solución, pero el dictador árabe es el peor, para él el poder es el control y la apropiación de aquello de lo que se pueden beneficiar él y la clase que le rodea, y es diestro en esas artes como si solo hubiera leído un libro, El Príncipe de Maquiavelo, y no le interesa ni la gerencia ni hacerlo bien (…).

El dictador árabe ni tiene compasión ni quiere que Dios tenga compasión de sus súbditos. Se pierde Mosul, se pierde parte de la nación, la sociedad se divide y guerrea, un hermano odia a otro hermano, unos ciudadanos traicionan a otros, qué importa, lo que importa es que el dictador y la élite acomodada que le rodea se mantengan.

Imágenes feas han ocupado las pantallas de televisión de los árabes en los últimos años: muertos en las plazas, pueblos ardiendo, unos ciudadanos incitando contra otros, una milicia por allí y unos medios de comunicación desvergonzados por allá movidos por el odio, fabricación de pesadillas y miedos, remanentes de sectarismo y partidismo, el hundimiento de la sociedad y los intelectuales en el estéril debate de la identidad ¿Estado chií o suní? ¿Religioso o civil? Nada de aquello fue una acción exhibicionista sino el fruto de un plan para cambiar de tema. El dictador no quiere que le hablen de vida digna, ni de empleo, ni de calles limpias, ni de educación de calidad. Y por descontado no soporta que le hablen de honor y dignidad porque es incapaz de garantizar ninguna de las dos cosas. Él promete una sola cosa, estabilidad  y seguridad, «o yo o el caos». El terrorismo le hace un servicio y le anima implícitamente. Sus medios de comunicación recuerdan al ciudadano el tema del terrorismo día y noche, le intimida con el terrorismo con el que fabrica una pesadilla que le persigue, el terrorismo a la vuelta de la esquina y si el líder, su policía, su Hashad Shaabi, sus milicias y sus escuadrones de la muerte dejan de mirar, el terrorismo lo destruirá, lo despedazará, lo hará prisionero. Por eso debe aceptar la violencia totalitaria: porque es necesaria para proteger el «Estado» que el terrorismo quiere desarticular, y la confesión y el grupo están en peligro si no trasladamos el miedo al bando del terrorismo y de quienes simpatizan con él. Y todo el que se calle o justifique o dé otra opinión es un terrorista y que se muera. El intelectual de la dictadura y su periodista empujan al ciudadano a aceptar la sangre derramada en el otro bando. El que no está conmigo está en el otro bando, y cuando el ciudadano acepta la sangre, comparte su pecado con el dictador y siente tranquilidad porque eso le mantiene alejado del momento en el que tenga que rendir cuentas.

Una táctica sucia que dura un año, dos, una década entera, pero que irremediablemente se desploma, y eso es lo que está pasando hoy en Iraq. El primer ministro, Haidar al Abadi está intentando salvar lo que sea salvable en lo que le está ayudando el referente chií Al Sistani y una clase de políticos iraquíes que tal vez se convenzan de que la indignación de «sus electores» chiíes iraquíes puede llevarles a ellos por delante, y no solo a Maliki, ya que todos fueron socios un día (…).

 

Dibujos del artista egipcio Ammar Abo Bakr

 

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