Sherif Mohieddín

Sada Journal, 05/05/2017

El 9 de abril, Abdelfattah al Sisi decretó el estado de emergencia durante tres meses en todo el país. Eso tuvo lugar tras los dos atentados a las iglesias de San Jorge en Tanta y de San Marcos en Alejandría, que causaron 45 muertos y más de 125 heridos, civiles todos ellos. Egipto vuelve al estado de emergencia total que se había prolongado durante décadas hasta la revolución de enero de 2011. Mientras tanto, los beneficios del estado de emergencia para la lucha contra los peligros del terrorismo y de la violencia armada quedan en entredicho.

Desde 1956 hasta 2017, Egipto vivió bajo el estado de emergencia durante más de 53 años. El estado de emergencia se convirtió en la norma general y tan solo se pudo romper con él por periodos muy cortos e intermitentes: tres años durante el gobierno de Abdel Naser y 18 meses durante el gobierno de Anuar al Sadat. El periodo más largo de la historia de Egipto sin estado de emergencia fue en 2012, después de que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas lo decretara tras la revolución y, exceptuando algunos meses del 2013, duró cinco años.

Durante todas esas décadas, el país presenció numerosas tensiones, disturbios y levantamientos, así como algunos atentados terroristas (como los de Taba y Nueiba en 2004) y asesinatos (como el del presidente Sadat en octubre de 1981). Como respuesta a esos dos acontecimientos, el gobierno ofreció dos discursos contradictorios. Según el primero, son acontecimientos normales que suceden en todos los países del mundo. Con ello intenta eludir la responsabilidad o huir de una investigación real sobre la negligencia de las fuerzas de seguridad. En cuanto al segundo, intenta describir esos hechos como una excepción en un país en el que preside la estabilidad y la seguridad e intenta persuadir a los egipcios de que para hacer frente a ello no hay otra salida que la prolongación del estado de emergencia.

El estado de emergencia impuesto de forma semipermanente fracasó en la prevención de nuevos atentados, puesto que no soluciona la evidente negligencia de la seguridad, confirmada por distintos testimonios. Así por ejemplo, algunos testigos del ataque a la iglesia de Tanta aseguraron que el detector de metales en la entrada no funcionaba.

La ineficacia de este recurso se refleja en el innegable empeoramiento de la situación en el norte del Sinaí, donde el estado de emergencia y el toque de queda siguen vigentes desde 2014. Según los informes del Tahrir Institute for Middle East Policy, antes de anunciar el estado de emergencia en 2013 fueron registraron 261 atentados terroristas. Cifra que se multiplicó tras la imposición del estado de emergencia para llegar a 681 en 2016. A partir de ese año, los ataques empezaron a expandirse en el centro del Sinaí hasta llegar al sur. El grupo Provincia (Wilaya) del Sinaí, perteneciente al movimiento del Estado Islámico, reivindicó el 18 de abril su autoría en el ataque de un puesto de control cercano al histórico Monasterio de Santa Catalina en el sur del Sinaí. Eso tuvo lugar diez días después de haber sido decretado el estado de emergencia tras los atentados contra sendas iglesias. Por consiguiente, los ataques se incrementan y el estado de emergencia no responde al objetivo principal por el que fue impuesto. Todo lo contrario, se está usando para encubrir más represiones y abusos.

El estado de emergencia no es más que una excusa para consolidar un régimen autoritario y fomentar la represión de la oposición, en lugar de aprovecharlo realmente para luchar contra la violencia armada y el terrorismo. La represión durante el estado de emergencia aumentó más que en ningún otro momento de la historia de Egipto. Incluso antes de adoptar el estado de emergencia, el régimen intentó (desde su llegada al poder el 3 de julio de 2013) de forma consistente recurrir a las medidas extraordinarias. Así por ejemplo, según el decreto número 136/2014 publicado por Al Sisi en ausencia del parlamento, las fuerzas armadas comparten con la policía la labor de proteger los edificios públicos en todo el país. Esa misma orden permitió que miles de ciudadanos fueran condenados en tribunales militares no especializados, lo que contradice las leyes internacionales. Dichos civiles están acostumbrados a sufrir duras condenas, desde largas prisiones hasta penas de muerte.

En sus últimos años, la excusa a la que recurría el régimen de Hosni Mubarak para justificar la prolongación del estado de emergencia es el vacío generado por la inexistencia de una ley antiterrorismo. A sabiendas de que el comité legislativo que preparó el proyecto de ley no lo presentó ante el parlamento para su aprobación. Con la llegada del régimen de Al Sisi al poder, se promulgó efectivamente una ley antiterrorismo, que tuvo lugar tras el asesinato del fiscal general, Hishan Barakat, en 2015. Esa ley fue controvertida y mucho peor que los borradores propuestos por el régimen de Mubarak, según numerosas ONG egipcias independientes que en su momento lo calificaron como «la consolidación de un estado de emergencia no anunciado». Dicha ley otorgó al presidente un gran poder para proteger la seguridad del país sin indicar específicamente las situaciones que implican semejante intervención por su parte. Antes y después de la promulgación de la ley, Egipto presenció diversos tipos de violaciones de los derechos humanos, como las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales por parte de las fuerzas de seguridad. Incluso en la vigencia de una ley tan estricta y brutal como la ley antiterrorismo, Al Sisi recurre también a la imposición del estado de emergencia, que causará más violaciones, legalizará la destrucción de los opositores y asfixiará a la esfera pública. Con la imposición del estado de emergencia se intensifican las violaciones. Eso es lo que más preocupa y hace que la lucha contra el terrorismo se convierta en un asunto extremadamente complicado.

Para la mayoría de los egipcios, la imposición del estado de emergencia y la violación de los derechos humanos más básicos por parte del Estado forma parte de su día a día, se haya decretado la ley o no. Eso se ve reflejado en el miedo abrumador que generan la opresión, los arrestos extrajudiciales y la sistemática etiquetación de cualquier hecho o actividad civil o expresión de una opinión contraria a la del régimen como apoyo al terrorismo o pertenencia al grupo de los Hermanos Musulmanes. Esas acusaciones tienen graves repercusiones para cualquier individuo o grupo. Se trata de una forma egipcia peculiar de aplicar el nuevo macartismo. Eso hace que el simple hecho de oponerse al estado de emergencia o pedir ciertas mejoras, incluso si esa opinión procede de los propios partidarios del régimen, se convierta en un hecho arriesgado. De este modo, después de que el periódico privado Al-Bawaba publicara en su portada una petición para que el ministro del Interior, Magdi Abdel Gaffar, dimitiera de su puesto por su negligencia en el control de la seguridad durante los atentados a las dos iglesias se prohibió al periódico publicar durante dos días seguidos, a pesar de ser propiedad del vocal, Abdel Rahim Ali, uno de los periodistas partidarios de Al Sisi.

Está claro que el estado de emergencia no excepcional en el ámbito egipcio es el desarrollo de un método basado en las detenciones arbitrarias y el castigo colectivo. Con él se conseguirá la captura de algunos terroristas, pero a costas de miles de inocentes. Y a pesar de las serias dudas acerca de su éxito real para enfrentarse a la violencia armada y al terrorismo (supuesto origen de dicha imposición), no queda otra respuesta que no sea la consolidación del rumbo que se sigue desde julio de 2013 y que recrea el peor autoritarismo que había vivido nunca Egipto. La emergencia se convierte en la norma general y no en la excepción y con ella se legalizan las transgresiones cometidas en el pasado y las futuras, antes de ser cometidas siquiera.

 

Historia estado emergencia en Egipto

Sherif Mohieddín es un investigador en contraterrorismo y derechos humanos en la Iniciativa Egipcia de los Derechos Personales. Síguelo en Twitter: @Shereqoo

Traducido del árabe por Eman Mhanna en el marco de un programa de colaboración de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada y la Fundación Al Fanar.

 

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