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La revolución egipcia que estalló el 25 de enero de 2011 solo se puede entender en el marco de las prácticas policiales de quien en aquel momento estaba al mando del omnipresente Ministerio del Interior, Habib al-Adly, la aplicación continua del estado de excepción que servía de cobertura a esas prácticas y a los juicios militares a civiles, las detenciones de opositores políticos y la represión sistemática.

No podemos olvidar tampoco la endémica corrupción económica y administrativa y unos problemas sociales necrosados fruto de una economía de mercado que solo había favorecido a un sector de la población estrechamente vinculado al partido de Mubarak y al ejército, y que había hecho aún mayor el abismo entre pobres y ricos.

Cinco años después de ese escenario, las cosas lejos de haber cambiado han empeorado, y todos los factores que llevaron a la revolución de 2011 siguen latentes y no han vuelto a estallar de momento por la represión de la nueva maquinaria de seguridad impuesta por el régimen del presidente Al Sisi.

El año 2015 puede ser considerado el annus horribilis de la economía egipcia que en la era de Mubarak lo apostó todo al que parecía el caballo ganador: el turismo. Este sector, que no levanta cabeza desde la revolución de 2011, vivió dos dramáticos incidentes el año pasado que supusieron su tiro de gracia: el 13 de septiembre el ejército egipcio atacó un convoy en el desierto occidental dejando al menos 12 personas muertas entre ellos varios turistas mexicanos; y el 17 de noviembre, el Servicio Federal de Información de Rusia confirmaba que la tragedia aérea en la que un avión ruso se estrelló con 224 personas a bordo en el Sinaí había sido un atentado.

La inflación es un problema que afecta a toda la población egipcia, incluida una cada vez más mermada clase media, como consecuencia de la depreciación de la libra egipcia. Y a los preocupantes datos económicos hay que añadir una cifra no menos alarmante: el seis de diciembre la población egipcia alcanzó los 90 millones de personas. Sólo las multimillonarias ayudas de los países del Golfo mantienen a flote las finanzas egipcias.

La estabilidad política tampoco termina de llegar. El largo proceso de las elecciones legislativas del otoño de 2015, que estuvieron marcadas por la abstención y la compra de votos, dio lugar a un nuevo Parlamento cuyos escaños están ocupados por partidarios del presidente Abdelfattah al-Sisi, que desde el 3 de julio de 2013 no deja pasar la ocasión de considerar cualquier evento político una corroboración de su aceptación por parte del pueblo egipcio. No obstante, la popularidad del presidente vive momentos bajos aunque toda la maquinaria mediática del país, la pública y la privada, esté a su servicio desde el golpe de Estado del 3 de julio de 2013.

Desde que el nuevo Parlamento celebrara su primera sesión el pasado 10 de enero, su única función ha sido la de ratificar todas las leyes dictadas por el presidente antes de las legislativas, incluida la polémica ley antiterrorista, ratificada el 17 de enero aunque estaba aprobada desde agosto de 2015.

Sería injusto solo responsabilizar del coma político que vive el país a la situación en la que derivaron los acontecimientos tras el golpe de Estado y a las políticas aplicadas desde entonces para neutralizar cualquier movimiento político opositor, aunque el objetivo principal en un primer momento fueron los Hermanos Musulmanes.

La elite política liberal, que apoyó las manifestaciones contra el gobierno islamista de Mohamed Mursi el 30 de junio de 2013, y que defendió sin fisuras el derrocamiento vía militar de ese presidente (el primero en la historia de Egipto elegido por las urnas), pasando por encima de las reglas del juego democrático, también debería asumir parte de responsabilidad de la muerte clínica de la escena política egipcia. Pero esa elite no está aportando soluciones prácticas para salir del atolladero, pese a que cada vez está más descontenta por los derroteros que está tomando el Egipto de Al Sisi.

Cinco años después de la toma de Tahrir parece que la contrarrevolución es la que ha triunfado. Las cosas no han cambiado, tampoco el descontento de amplios sectores de la oposición, no solo de los partidarios de los Hermanos Musulmanes sino también de los jóvenes que no han visto ninguna de las demandas de 2011 respondidas.

Las redes sociales, que desempeñaron un papel esencial en el 2011, han vuelto a ser el trampolín desde el que se han lanzado iniciativas que convocan a la población a volver a salir a la calle el 25 de enero como el hashtag #Yo participé en la revolución de enero, a través del que se ha canalizado la solidaridad con las víctimas de los últimas actos de represión.

Y es que el poder egipcio está nervioso. En las últimas semanas han sido detenidos varios activistas y administradores de páginas de Facebook. Las autoridades de seguridad irrumpieron el pasado 28 de diciembre en el emblemático centro cultural Town House Art Gallery que permanece cerrado desde entonces por supuestas irregularidades administrativas.

Un día después, las autoridades también irrumpieron en la editorial Merit, que jugó un papel fundamental en la revolución del 2011 y durante el gobierno de los primeros meses de la Junta Militar (SCAF), precisamente el día en el que estaba previsto un encuentro con el autor de un libro sobre corrupción. A todo esto hay que añadir un dato importante: el poder en Egipto no quiere testigos y gracias al empeño que han puesto en esta tarea el país encabeza, solo detrás de China, el ranking de 2015 de Estados con mayor número de periodistas en prisión que elabora Reporteros Sin Fronteras.

Aunque resulta imposible vaticinar lo que puede suceder el próximo lunes 25 de enero, los desencadenantes de una nueva oleada de protestas están ahí y todos los escenarios son posibles pese a las medidas represivas que puestas en marcha por las autoridades desde hace meses para evitar que prenda una vez más chispa del descontento.

 

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