Hasan Bleibel_Daes_Siria_Iraq

Al Hayat, 30/05/2016

George Samaán

No hay voz que se alce por encima del silencio de la batalla. La batalla de la liberación de Faluya y Raqqa, capital del «califato de Abu Bakr al Bagdadi». Daesh se enfrenta a dos pruebas cruciales que acompaña EE. UU. con un claro apoyo aéreo y una intervención terrestre limitada, especialmente en Raqqa. Si la operación de recuperación de las dos ciudades tiene éxito, el Estado Islámico perderá mucho y solo le quedará preparase para la defensa futura de Mosul. La activación de sus planes terroristas con operaciones suicidas y explosiones se inició en Bagdad. O los ataques sorpresa para confundir a sus oponentes sirios, como respuesta a la campaña que se inició en la región rural del norte de Raqqa para cortar la comunicación con sus posiciones en Yarabulus y Manbich. Algunas facciones combatientes islamistas llegaron al norte rural de Alepo y el Estado Islámico les expulsó de posiciones y aldeas, y asedió las ciudades de Marea y Azaz, las dos últimas posiciones de la oposición siria en la frontera con Turquía.

A pesar de las coyunturas distintas de ambas batallas, hay elementos disonantes, partes diferentes y objetivos políticos distintos que generan dinámicas que afectarán al destino de la guerra contra el terrorismo y al futuro del Estado en Iraq y en Siria y no solo de los regímenes.

La batalla de Faluya se produce en un momento en el que Iraq pasa por unas circunstancias políticas y de seguridad delicadas. Los atentados del Estado terrorista en Bagdad y la gran cantidad de víctimas que provocaron han demostrado la incapacidad de las fuerzas de seguridad y militares para proteger la capital. El asalto por parte de los manifestantes de la Zona Verde ha demostrado otra incapacidad que sumar a aquella de las fuerzas políticas para salir del estado de desobediencia, que provocó que el presidente de gobierno Haidar al Abadi no lograra que se aprobaran sus reformas ni formar gobierno al margen del sistema de cuotas, y que también dio lugar a un aumento del conflicto entre las fuerzas chiíes y en las filas de Al Dawa, que es la mayor de esas fuerzas. Estos acontecimientos son la confirmación irrefutable del desmoronamiento de un sistema político que ha estado repartiéndose el botín desde 2003. Los intentos por salir de este sistema han chocado con la terquedad de una clase política y de unos partidos políticos que los iraquíes no pudieron superar y sobre cuyos intereses no pudieron saltar en ningún proceso verdadero de reforma como el que piden los manifestantes. Sin olvidar la brecha sectaria, que crece día tras día, la creciente influencia iraní, y el regreso de EE. UU. con el pretexto de la lucha contra Daesh al mando de la coalición internacional.

El estallido de las manifestaciones en la capital y en las provincias del sur fue una expresión de la ira popular que no se limitó a las provincias suníes que ya tuvieron las suyas tras los levantamientos de 2013. El señor Muqtada al Sadr aprovechó la oportunidad y echó su corriente al abrazo de los manifestantes, lo que agravó el conflicto en las filas chiíes, amenazando sus vínculos y el futuro de sus milicias. Y por ello se hizo necesario apresurar la batalla de Faluya, que supone una oportunidad para que Al Abadi recupere las riendas de la iniciativa y que los iraquíes salgan de la plaza Tahrir y de la Zona Verde. Es también una oportunidad para que oculte el fracaso de su gobierno tecnócrata que resistió a ver la luz. También es una oportunidad para meter prisa a los fragmentos del Parlamento. Es una oportunidad para que las fuerzas chiíes reorganicen sus filas tras Al Hashd alShaabi y suspendan sus diferencias en una batalla crucial contra el terrorismo,  y reafirmen su presencia tras su ausencia en la batalla de liberación de Ramadi y Rutba. Su retirada de esta guerra fortalecería la posición de las tropas del régimen que es lo que desea EE. UU. pero no complace a Irán, que no ha dudado en hacer aparecer al general Qasim Sulaimani, líder de la Brigada Quds, en un primer plano de una imagen con el mando de Al Hashd. El conflicto entre Washington y Teherán sigue abierto. Irán aspira a que su «socio» estadounidense deje de invertir en Bagdad los resultados de la guerra contra el terrorismo, e impedirle consolidar su influencia o que modifique los equilibrios de fuerzas en el terreno gracias al apoyo que recibe de fuerzas suníes y tribales, e incluso de fuerzas chiíes hostiles a Irán.

En base a lo anteriormente citado, las fuerzas de la coalición internacional liderada por EE. UU. han insistido en su oposición a que Al Hashd al Shaabi entre en Faluya tras su liberación y han declarado que solo ofrecerán cobertura a las milicias. Al Abadi también defiende esta postura y por ello se hizo acompañar a la sala de operaciones de Faluya por Salim al Yaburi, presidente del Parlamento, y Abdelatif Hamim, presidente de la administración de asuntos religiosos de los suníes iraquíes, entre otros: para confirmar el «carácter nacionalista» de la batalla de la liberación de Faluya y alejar cualquier tipo de sectarismo de la ciudad, según palabras del propio Al Abadi. Hadi AlAmiri, líder de la Brigada Badr, declaró en presencia del primer ministro y de una delegación de jeques de Anbar, que Al Hashd dejaría al ejército asaltar la ciudad y participaría únicamente rodeándola, y entrarían solo en caso de un fracaso del ataque de las fuerzas del régimen. Pero esto no disipó los temores. Hay fuerzas que insisten en culpar a los habitantes de la ciudad de pertenecer a Daesh, y que desean combatir en esa ciudad como si se tratara de un enfrentamiento con los suníes de la ciudad, que son la mayoría de la población de Faluya. La víspera de la batalla, la organización del Estado Islámico  atizó aún más el fuego del conflicto sectario ejecutando varias operaciones terroristas en Bagdad (el 11 y el 17 de mayo) y en sus barrios chiíes que dejaron cientos de víctimas entre muertos y heridos.

La neutralización de Al Hashd alShaabi ante la entrada en Faluya supone un reto para el gobierno de Al Abadi, las fuerzas políticas e incluso para EE. UU., pues la ciudad es suní y no se puede comparar el número de combatientes tribales que participan en la campaña con las milicias chiíes que constituyen una fuerza mayor sobre el terreno. Y en la memoria de los iraquíes todavía están las amargas experiencias tras la liberación del Daesh por parte de las milicias chiíes que se produjo hace aproximadamente un año.

El destino de Tikrit tras su recuperación fue el éxodo de la población y la quema de sus casas tras el pillaje. No hay garantías efectivas de que en Faluya no vaya a suceder lo mismo. Círculos estadounidenses han advertido de que la febril política que rodea esta batalla en el contexto del conflicto suní-chií podría agravar aún más las divisiones políticas y sectarias y los daños de la unidad iraquí serían irreparables. Entonces Washington tendría que soportar las repercusiones de lo que podría suceder, que se añadiría a su archivo de errores y fallos mortales en Iraq, y no estaría a salvo de la ira de las fuerzas regionales árabes que ya no confían tanto en la administración del presidente Barak Obama. Por ello, no solo es importante liberar la ciudad, sino preparar al poder que llenará el vacío que provocará su liberación.

El escenario es el mismo (en tiempo y resultados) en la batalla de Raqqa, a pesar de la diferencia de coyuntura, de elementos y de dinámicas. La administración Obama, que nota que no ha logrado entenderse sobre una solución siria con el Kremlim, siente la necesidad de conseguir un logro en su guerra contra el terrorismo para cambiar el escenario sirio y tapar el papel ambiguo y aislado que contribuyó a que la solución de la crisis se resista. Rechazó y rechaza la propuesta de Moscú para cooperar y coordinarse en la batalla. Quiere apropiarse de la victoria, pues ya no se habla de los logros de los rusos y de las fuerzas del régimen sirio en la recuperación de Palmira. Y EE. UU. tampoco desea el regreso del régimen y de su aliado iraní a Raqqa. Es más, la administración Obama quiere finalizar su mandato no solo asesinando al líder de los talibanes, Mulá Mansur, sino liberando la «capital del califato» y Faluya, para posteriormente recuperar Mosul. También desea ofrecer lo que pueda servir a la batalla de los demócratas en las elecciones presidenciales. Pero la imagen resulta distinta en otras zonas implicadas. El presidente Erdogan ha condenado el apoyo estadounidense a los kurdos, y el ministro de exteriores turco ha dicho que Washington usa un doble rasero porque apoya al brazo militar del Partido de la Unión Democrática, un movimiento considerado terrorista por Ankara. También ha tachado a los responsables estadounidenses de «hipócritas» por no respetar su promesa de no contar ni tener relación con este partido.

Está claro que Rusia se enfrenta a un dilema en la intervención militar en Siria, que se detuvo ante las puertas de Alepo, Idlib y otras ciudades. También Rusia busca conseguir algún logro. Por ello apoya a las Fuerzas Democráticas Sirias, primero, para desafiar a Turquía, segundo, para impulsar el proyecto federal en el territorio y finalmente, porque no quiere que las fuerzas partidarias de Irán se hagan con el control en Raqqa. Moscú siente que no puede invertir la baza siria en su conflicto con la OTAN. También tiene dificultades para respetar sus compromisos con EE. UU. y la Unión Europea en relación a la tregua y a una solución política al no haber logrado presionar a Damasco. Siente que el presidente Al Asad se beneficia de la competencia que mantienen Rusia y Teherán y que se está aprovechando de que Irán lo defienda como elemento clave para mantener sus intereses (los de Irán) en Siria y Líbano. Mientras tanto Rusia insiste de continuo en que su intervención no es pretender proteger al régimen ni apoyarlo, en que no le importa si Al Asad permanece en el poder o no, sino que lo que desea es preservar el Estado, porque así protegerá sus intereses. De no ser así, su maquinaria militar en Al Sham pasarían al servicio del proyecto iraní y eso pondría a la región y a los suníes en general en contra de Rusia.

El problema en Raqqa es que EE. UU. afirma que no hay una fuerza mejor que las fuerzas del Partido de la Unión Democrática cuya presencia se ha extendido desde el comienzo de la crisis en ciudades y pueblos de distintas etnias. Se le acusó de llevar a cabo una limpieza étnica en muchas zonas rurales de Deir Zor, Hasaka y Alepo, y no hay duda de que  dirigirse a Raqqa diciendo que esta formará parte de la provincia kurda no agrada a los árabes, ni a los círculos de la oposición ni al propio régimen. Es cierto que la liberación de Raqqa se ha convertido en una petición local, regional e internacional y que hay elementos árabes, turcomanos y siríacos que se han unido a las filas de las Fuerzas Sirias Democráticas, aunque la mayoría dominante y quien tiene la última palabra son las fuerzas del partido kurdo.

Nada puede disipar los temores de los ciudadanos de Raqqa a las represalias que podrían llevar a cabo los kurdos. No se sabe cómo el partido podrá gobernar una zona que se convertirá en un espacio conflictivo por razones étnicas. ¿La región kurda será convertida en una zona desmilitarizada, pero no según los criterios de Turquía a quien todo el mundo ha plantado resistencia frenando su ambición de arrebatar una zona en Siria en la que apiñar a los refugiados lejos de sus tierras, y tendrá un papel de negociación cuando se dibuje el futuro de Siria? ¿Acaso este futuro y el nuevo mapa de toda la zona arrancarán del futuro de Raqqa y Faluya donde es difícil predecir cuánto puede resistir el Daesh? La batalla de Kobani duró mucho tiempo y les costó a los kurdos víctimas, sangre y destrucción.

Traducción del árabe de Rania Chaui

Viñeta de Hasán Bleibel

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